Periodismo literario (16)
En junio de 1940, París está a punto de caer en manos de Hitler. Las tropas nazis van a desfilar por los Campos Eliseos con el arco del triunfo al fondo de la imagen. Chaves Nogales tiene que irse a Londres.

Como dice Xavier Pericay, Chaves tenía que contar lo que había visto La agonía de Francia: Puede que Chaves, instalado ya en Inglaterra, proyectara la edición de una versión inglesa de la obra antes incluso de que esta apareciera en español y que, por hache o por be, el libro no viera nunca la luz. En todo caso, es una pena.

Para el libro, para la memoria de su autor y para el mundo en general. De haberse publicado en su momento en inglés, estoy convencido de que habría acabado figurando por derecho propio entre los mejores ensayos jamás escritos sobre este periodo de la segunda guerra mundial. Y no me cabe tampoco la menor duda de que el canónico La caída de París (14 de junio de 1940), de Herbert Lottman, tan reacio a incluir, entre sus obras de consulta, nada que no esté editado en inglés o francés, lo habría convertido en una de sus fuentes principales. Y es que La agonía de Francia es un gran libro, un libro enorme —y eso que apenas abulta. Chaves Nogales no calla nada de lo que había visto y siente el deber de contarlo. Un ejército derrotado antes de combatir. Francia derrumba sus principios morales y democráticos porque no es capaz de enfrentarse al nazismo totalitario. Un tema que es reflejado con todos los matices posibles. Como dice Pericay más adelante: Los enemigos de la democracia tenían rostro: fascismo y comunismo. Y no quedaba más remedio que hacerles frente y derrotarlos si uno quería vivir en paz, en democracia y en libertad. Ahora bien, no todos veían las cosas con semejante lucidez. Mejor dicho, los clarividentes eran muy pocos. Y los que, viendo lo que había que ver, se atrevían a expresarlo públicamente y a denunciar cuanto hubiera que denunciar, todavía menos.
El texto seleccionado lleva por título La barbarie antidemocrática. Es impresionante su lectura. Puede decirse desde la lejanía que Francia fue cobarde porque no luchó. Pero él dice desde el propio terreno, lo analiza, lo desentraña: los franceses claudicaron espiritualemente.
La barbarie antidemocrática
En Francia se ha producido en los últimos tiempos un extraño fenómeno de claudicación espiritual. En todos los sectores de la vida nacional se advertía un rebajamiento de las calidades espirituales inaudito en un pueblo de la tradición espiritual del pueblo francés.

Nunca Francia ha ofrecido al mundo un espectáculo tan lamentable de pobreza espiritual, de ramplonería, de falta de gracia, de platitud, incluso de grosería y ruindad. Esta decadencia espiritual francesa, que era fácilmente perceptible, no ha sido sin embargo, como los enemigos de Francia y de la democracia han querido hacer creer, el reflejo de un agotamiento de la capacidad creadora, de un rompimiento de la continuidad de la cultura francesa. Adviértase bien que hablamos de decadencia espiritual y no de decadencia intelectual, de espíritu y no de inteligencia. Hay que tener presente la diferencia que existe entre la escala de los valores humanos. La inteligencia francesa quizás no haya existido nunca tan aguda como en los últimos tiempos, quizás no haya trabajado nunca con tanta intensidad. Pero esta inteligencia trabajaba en el vacío, giraba vertiginosa e inútilmente como la hélice de un buque cuya proa ha encallado en un banco de arena y cuya popa levantada se queda fuera del agua. El barco estaba varado y en la bajamar de la democracia las aspas de la inteligencia francesa batían el aire vanamente. Era inútil que el Estado requisase a los intelectuales y que éstos se pusiesen dócilmente a la faena de infundir un espíritu a la masa. Su esfuerzo era baldío.

Mientras Georges Duhamel pensaba la radio con fina percepción, las estaciones emisoras francesas inundaban el mundo de melodías lamentables y palabras irritantes. Mientras André Maurois encerrado en su despacho del Hôtel Continental invocaba inútilmente la presencia del espíritu francés rebelde a la cita que se le daba para que acudiese a las patas de los veladores de la Administración, las calles estaban invadidas por una grosería primaria y una estupidez fundamental. Mientras Jean Giraudoux daba de la guerra los boletines más sutiles y escépticos que se han dado nunca de una guerra, la interpretación de ésta que rodaba por las calles y las trincheras de boca en boca no podía ser más ruin y rastrera. No era la inteligencia de las minorías, sino el espíritu de la masa lo que fallaba en Francia. A esta masa francesa se le había destruido estúpidamente su vieja fe en la democracia, la libertad, las virtudes cívicas que la habían sostenido y animado salvándola de todas las catástrofes.

Falta de este impulso generoso del liberalismo, al que había debido siempre toda su espiritualidad, la masa francesa había caído en una abyección gregaria no por circunstancial menos odiosa que el gregarismo consustancial del germano. Ésta ha sido la obra funesta de los enemigos de la democracia, tanto de la derecha como de la izquierda, tanto de los comunistas como de los fascistas. Francia ha ido sucumbiendo a medida que se extirpaban en el pueblo las virtudes de la democracia. Querían acabar con la democracia y han acabado con Francia. Querían destruir el espíritu liberal y han destruido el espíritu francés. Este espíritu, que había conquistado el mundo entero, estaba últimamente aherrojado por la nueva barbarie del antiliberalismo y Francia, por ello, había caído en tal miseria que ni siquiera tenía fuerza espiritual para crear un estribillo popular. Un ejemplo elocuente de esta miseria espiritual habrán de ser ante la historia las colecciones de los periódicos publicados por los soldados en el frente y en los acantonamientos de la retaguardia durante medio año de inactividad. En esos millares de publicaciones, que debían ser la manifestación espontánea del espíritu de las unidades combatientes, no hay ni un rasgo de ingenio, ni un adarme de gracia, ni una inquietud espiritual. Comparar estas hojillas caqui de ahora con las hojas azul-horizonte de la Gran Guerra permite medir exactamente la decadencia, o, mejor dicho, la anulación del espíritu francés, de por qué ha dejado impasible que se derrumbe su patria, no hay más que hojear estas publicaciones en las que la vulgaridad y la estulticia alcanzan límites verdaderamente insospechables. El rebajamiento de las calidades espirituales del individuo al verse incorporado a la masa ingente y amorfa del ejército era terrible. Parecía que el ejército francés en vez de ser una escuela de virtudes heroicas actuaba como una trituradora de humanidad. La inclinación antidemocrática de la mayoría de los jefes les llevaba a convertir a las masas de ciudadanos que se les entregaban en una papilla humana repugnante, en esa masa blanda que las columnas motorizadas enemigas han rendido sin ningún esfuerzo. Los hombres de verdadero valor espiritual y de más fuerte y acusada personalidad se envilecían en la promiscuidad de los acantonamientos. Se habían creado unos Hogares del soldado cuya finalidad parecía no ser otra que la de sumir en la memez y la insustancialidad a los hombres. Un joven pintor de gran talento que se hallaba movilizado me contaba que un día le había llamado su comandante para encargarle la decoración de una vasta sala en la que había de ser instalado el hogar del soldado. —Pínteme usted en las paredes —le había dicho— algo que sea divertido y patriótico, para que los muchachos estén alegres y tengan buena moral. —Yo no sé pintar nada divertido y patriótico —replicó malhumorado el artista. —¡ Cómo! ¿Pues no es usted pintor? ¿Qué pinta usted entonces? —Yo hago pintura abstracta —repuso el artista con altivez. El comandante frunció las cejas y luego, alzándose de hombros, añadió: —Bueno; pinte usted lo que le dé la gana con tal de que no sea comunista. Como me pinte usted algo que huela a comunismo lo encierro en el calabozo durante dos meses. ¡Ah! ¡Y ponga usted banderitas, muchas banderitas tricolores! Me contaba aquel pintor recluta que había puesto todo su entusiasmo y su fe de artista en resolver el difícil problema estético que aquel encargo planteaba a su conciencia. Podía haber salido del paso con unos brochazos que hubieran entusiasmado al comandante y a todo el regimiento, pero quiso honradamente acometer la dificultad como si estuviese resolviendo en aquellos paredones de un caserón aldeano el problema general del arte en su tiempo y en su país. —Lo difícil —me decía el artista sonriendo— era hacer en aquellas paredes una obra de arte verdadero a base del tricolor nacional. Poner en las paredes todas las banderitas tricolores que quería el comandante con un sentido artístico universal y moderno.

Hacer que el blanco, el rojo y el azul recobrasen como colores vivos todo el prestigio que como símbolos habían ido perdiendo. Aquello fue mi obsesión. Tuve la sensación de que resolver honradamente aquella dificultad en todos los órdenes de la vida era resolver el problema de Francia. —¿ Y lo resolvió usted? —No lo sé. El comandante se limitó a comprobar que yo no había pintado nada que tuviese reminiscencias comunistas y los soldados ni siquiera alzaban los ojos de las cartas con que jugaban enconadamente a la belote para molestarse en mirar a las paredes. Sin el espectador desinteresado y sin el crítico, el arte no se realizaba nunca plenamente. Creo que en Francia nos faltan ambos, no sólo para la obra de arte, sino para toda obra del espíritu. Tanto da pintar bien o mal, como gobernar bien o mal, escribir, construir, hacer música, inventar o descubrir. Las masas nos han vuelto la espalda y no miran anhelantes más que hacia la nueva barbarie.
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