El periodismo literario del “27”: Manuel Chaves-Nogales (9)

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periodismo literario (17)

            1936   Chaves sigue siendo el cronista de todo lo que es clave en la España de su tiempo. El contexto ya lo conocemos: triunfo del Frente Popular en las elecciones de enero.

                El lugar que escoge Chaves para profundizar en la noticia es Cataluña, febrero de 1936. Lluis Companys, como presidente de la Generalitat, había proclamado el Estado catalán en 1934: huelga general revolucionaria, fusilamientos, arrestos, condenas y encarcelamientos después de los sietes días de duración. Con el gobierno del frente popular se amnistió a Companys y a los que le siguieron. Companys, al salir de la cárcel, vuelve de nuevo como presidente a la Generalitat. Ocho crónicas son el fruto del contacto directo con la realidad política bajo el título genérico ¿Qué pasa en Cataluña? Chaves-Nogales entrevista a Companys como ya lo había hecho con Francesc Maciá en 1931.

Lluis Companys entrevistado.

En el diálogo, Chaves expresa que no va a ser una entrevista amable. En primer lugar le hace ver que los temores de su vuelta pueden perjudicar a la precaria situación económica española. Companys le reponde: “al gobernar lo haré teniendo siempre presentes los intereses fundamentales de la economía de España y de Cataluña. No vamos a cegar estúpidamente las fuentes de riqueza del país con aventuras gubernamentales” (…) [Chaves le manifiesta también sus dudas sobre el respeto a la libertad democrática de su gobierno. La respuesta de Companys es encendida y encolerizada refiriendose a la burguesía catalana] “yo no voy a convertirme en la defensa de la burguesía como ellos creen. Ni mucho menos. Defender sus privilegios, su anquilosamiento, su incapacidad, nunca”.

Lluis Companys vuelve a Barcelona en 1936.

                En el mes de junio, Chaves siente que el gobierno y con él la república se deslizan hacia el fracaso. En medio de tal ambiente escribe varias crónicas en Ahora con el título de Andalucía roja y la Blanca Paloma.[ La Romería del Rocío que se celebraba al margen de enormes tensiones sociales y políticas, transcurrió con tranquilidad. Hemos seleccionado la última crónica, la cuarta: el momento cúlmen de la romería. Como analiza Isabel Cintas solo una frase presagiaba el 18 de julio“Cada viva a la Blanca Paloma es un disimulado muera a la República”.

              ANDALUCÍA ROJA Y «LA BLANCA PALOMA»

Cuarta crónica

Con la fresca, la Hermandad de Almonte, la más antigua, al frente su mayordomo, y tras él sus dignatarios revestidos de la solemnidad que el viejo rito requiere, recorre el real para invitar cortésmente al rosario que se ha de celebrar por la noche a las demás hermandades. Tienen estos hermanos mayores, al cumplir ceremoniosamente sus ritos, un continente señoril, un ademán reposado y austero, una dignidad que ya es difícil encontrar por España.

Viéndoles cumplimentarse con el sombrero de ala ancha en la mano, guardándose respetuosamente las distancias, como acaso sólo sepan hacerlo hoy en algunos viejos castillos de Inglaterra, relevándose pausadamente en el uso de la palabra, breve, sucinta, pulida y cortés, se advierte claramente cómo se ha ido achabacanando la vida española, y hay que reconocer que, frente al envilecimiento de la vida aristocrática en las ciudades y los salones, la única aristocracia verdadera que hay en España es la del pueblo, la de los campesinos y, sobre todo, la de los campesinos del Sur. Esto se ve aquí con absoluta diafanidad. La verdadera aristocracia de Andalucía está en el pueblo, y los aristócratas andaluces son tales aristócratas en cuanto se parecen al pueblo mientras imitan su ademán, copian su traje y adoptan sus costumbres.

Un señorito andaluz no se diferencia de cualquiera de sus vaqueros o aperadores más que en el que uno tiene rentas y el otro no. Ambos son caballistas, cazadores, altivos, generosos, corteses e igualmente manirrotos. Con la misma facilidad con que el señorito se arruina y deja sus tierras de señorío en manos de ingenieros bilbaínos y usureros sorianos, se muere de hambre cuando no hay faena en el campo el bracero que cobró altos jornales en la siembra o la recolección y se los gastó en ser, a su manera, un señorito. Le va a costar mucho trabajo al señor Ruiz Funes, que ahora anda por aquellas tierras, implantar la reforma agraria en Andalucía. Los mismos vicios del señorito los tiene el bracero. Y viceversa. El solemne rosario comienza a las once de la noche y dura hasta la una y media de la madrugada. Figuran en él todas las hermandades formadas procesionalmente, a pie, con velas y faroles, al frente de cada una su simpecado. Lentamente, cantando o rezando, los romeros dan la vuelta al real y hacen estación en cada uno de los campamentos de las diversas hermandades. Es una comitiva larga, larga, que vista a lo lejos semeja una sierpe dorada que se deslizase por la inmensidad oscura del arenal deshabitado.

Aquellas lucecitas del rosario que se estremecen como fuegos fatuos, acusando la existencia milagrosa de una vida y una fe insospechables en aquel confín del mundo sobre cuya desolación resbala la luz muerta de la luna, son una de las creaciones más maravillosas de la espiritualidad meridional. Desde más lejos, desde el mar remoto, esta teoría de lucecitas del rosario de los romeros debe de parecer algo definitivamente sobrenatural. De cerca, mezclándose a la muchedumbre, que, cobijada en las sombras y cercada por la noche inmensa de la marisma, abre calle estrecha al paso de los penitentes, se siente como en pocas ocasiones, el anhelo de unirse a los demás, de cantar y rezar con ellos, de arder en la misma llama, de formar con la humanidad dispersa en aquella infinitud del desierto un todo más fuerte, más encendido y luminoso que el débil y oscuro ser humano. No importa que se sea creyente o no. La aspiración religiosa de los romeros en este instante del rosario es incuestionable. Mientras los devotos van rezando o cantando por el campo, la ermita tira a lo alto sus cohetes y bengalas, que al final de la procesión se multiplican en un pueril ramillete de fuegos artificiales. El humo rojo, verde y azul de los fugaces castilletes de pólvora se pliega a los saltos jubilosos de los romeros. Suenan los panderos, los pitos y tamboriles, revientan las tracas, y el son grave de las coplas de campanilleros repite palabras y sentimientos de otros siglos con un fervor nuevo: «Las cuentas del rosario/ son escaleras/ para subir al cielo/ las almas buenas». «El invicto del rey/ SanFernando/ luchando con moros Sevilla/ ganó con el mundo en la/ mano derecha,/ en la otra la espada y en la/ otra el pendón./ «El demonio, como es tan/ travieso,/ agarró una piedra y rompió/ un farol,/ y salieron los padres/ franciscanos/ y lo apedrearon en el/ callejón». No creo que haya en España pueblo tan culto, tan de vuelta ya, que como el andaluz, sea capaz de decir con autentico fervor palabras que han perdido para él todo su sentido. Termina el rosario con el desfile del pueblo romero por el santuario, en el que se depositan los estandartes de las hermandades. Ante el altar de la Virgen del Rocío pasan todos, ensayando cada cual la forma de reverencia que más satisface a su temperamento; desde la infeliz mujer que arrastra sus rodillas a lo largo del templo hasta las mozas que bailan seguidillas ante el altar, todas las manifestaciones de la devoción son lícitas y bien recibidas.

En las gradas de la ermita se van depositando los cirios después de la procesión, y allí arden hasta consumirse, iluminando el rostro transfigurado de los místicos devotos, que, de rodillas y con los brazos en cruz, pasan la madrugada en pleno éxtasis.

A la mañana siguiente, la montaña de cera fundida en la gradería tiene que ser cavada a golpe de azadón. Al lado de estos transportes de misticismo, en los ranchos que han formado los romeros corre el vino a raudales, se baila y se canta. En un corro, una hembra brava galopa un tangazo ante un racimo de caras varoniles, desencajadaspor la luz violeta del carburo que se corta en el ala de los sombreros echados sobre el entrecejo. Un airecillo fino, que viene de la marisma, impregnado de juncias, adelfas, juncos y mastranzos, barre el aire denso en que se quema y requema la cera de los cirios devotos. Y, como una sombra, cruza la noche al galope y se pierde, camino de los pinares, un jinete, que lleva a la grupa el pomposo trofeo de unos faralaes.

UNA PROCESIÓN ÚNICA EN EL MUNDO

Cuando ya el cura no tiene más remedio que entregar la Virgen a los romeros, que aúllan como fieras a la puerta de la ermita, procede resignadamente a despojar las andas de todo cuanto pueda romperse o extraviarse. Se quitan los candelabros, los floreros, los faroles, todo, y no queda más que la imagen bajo el palio, sólidamente atornillado a las andas. La Virgen lleva sólo un mantón corto y las ráfagas de plata. Hacen cuestión de honor los almonteños que nadie que no sea de Almonte pueda llevar la Virgen en procesión, y desde mucho antes de la hora señalada, aquellos recios mozos curtidos en la marisma se apelotonaron celosos ante la reja de la ermita forcejeando unos con otros, pugnando todos por colocarse en el lugar más estratégico para echar mano a la Virgen antes que los demás. Un griterío ensordecedor y una polvareda asfixiante se levanta de esta humanidad gesticulante y batalladora que difícilmente podremos llamar piadosa. Cuando al fin el cura les deja el paso franco al altar es como si descorriese el cerrojo de una jaula y diese suelta a una manada de fieras.

Los más hábiles, saltando por encima de los otros, penetran en la ermita, ganan el presbiterio a carrera abierta e intentan apoderarse los romeros de la andas. Inútil intento. Los que vienen detrás les alcanzan y les sujetan por los brazos o por las piernas librándose allí mismo, en el templo, una verdadera batalla que nada tiene que envidiar a las que se riñen en los campos de rugby. De árbitro, el cura, a manotazo limpio. Antes de que los más fuertes y ágiles puedan poner en movimiento el paso de la Virgen, se ha desarrollado a los pies de Nuestra Señora un verdadero catch as catch can. Ya está el trono de la Blanca Paloma en el aire aupado por las cabezas de los romeros almonteños. La confusión que bajo las andas se produce es tal, que por un momento se cree que aquellos pobres enloquecidos y furiosos van a derribarlo por tierra. El templete de la Virgen batido por la tempestad humana vacila, se inclina amenazadoramente y está a punto de naufragar. No cae y se estrella contra el suelo porque, materialmente, no puede caer. Resbala de unos hombros en otros sobre un verdadero mar de cabezas. Bajo las andas cabe escasamente una docena de hombres, y son varios centenares los que empujándose, pisoteándose, medio asfixiados, forman la masa compacta de humanidad que sostiene a la imagen. Cuando sale la Virgen de la ermita ya está organizada la procesión en el real con arreglo a un orden estricto de antigüedad en las hermandades. Todas ellas van formadas solemnemente con sus estandartes, banderas e insignias y sus lucidas presidencias, en las que se pavonean los hermanos mayores. Repican furiosamente las campanas, estallan los cohetes, lanzan columnas de humo los incensarios, suenan estrepitosos los tamboriles, pitos y charangas, repiquetean las castañuelas y un clamoreo gigantesco se levanta, crece y rueda por la marisma. Bajo las andas de la Virgen, que avanza penosamente, siguen librando su confusa y estéril batalla los celosos portadores. Corre el sudor por sus rostros congestionados, perforan la polvareda sus pisadas febriles y de vez en cuando queda rezagado el cuerpo exánime de alguno que no pudo resistir la asfixia y el magullamiento.

Cuando los portadores de la Virgen no pueden más y se rinden depositan las andas en el suelo y piden salve. —¡ Salve! ¡Salve! —gritan desesperadamente. El cura acude a socorrerles hendiendo bravamente la multitud, y colocado con el bonete en la mano ante la masa de anhelantes devotos inicia la Salve. —Dios te salve, María… —Dios te salve, María… —repiten—repiten a coro los romeros. Porque la verdad es que ellos no saben rezar y han de limitarse a repetir las palabras que el cura les va diciendo. El rezo se corta con los gritos de júbilo y de angustia de los infelices romeros que piden a la Virgen las mismas cosas que las que desde su aparición sobre el haz de la tierra viene clamando la Humanidad. En síntesis, el pan, la paz, la libertad. Piden ahora humildemente a la Virgen lo mismo que reclaman airadamente de sus caudillos revolucionarios cuando levantan, amenazadores, las hoces. El pan, la paz, la libertad. El pueblo no sabe pedir otra cosa. Durante más de dos horas, bajo un sol espantoso, aquella multitud frenética lleva en triunfo a su Virgen dando la vuelta al arenal donde están acampadas las hermandades.

Cuando, cumplida la estación, está de nuevo la imagen ante su ermita redóblase el clamoreo de la muchedumbre y empieza a librarse la batalla definitiva. Los clérigos quieren rescatar la Virgen y meterla en el santuario; los romeros, ilusionados, esperando todavía no se sabe qué definitivo milagro, se resisten a entregarla. El flujo y reflujo de la masa trae y lleva a la imagen aproximándola y retirándola de la ermita. Cuando, al fin, se ha conseguido penosamente meterla en el templo, un fervor nuevo da nuevos ánimos a los incansables portadores que, arrastrados por la fuerza de una corriente espiritual que se establece entre ellos y los que se quedan fuera, la vuelven a sacar. Una y cien veces entra y sale del templo la Virgen. A cada nueva aparición se repite el gigantesco clamoreo. Los curas se desesperan, y los romeros no se rinden. Para poder seguir aclamando a la Blanca Paloma se escurre en los resecos gaznates el poso de las ya fláccidas botas y los que aún no estaban borrachos terminan estándolo. La apasionante escena lleva trazas de no terminar nunca. No terminaría si en una de las entradas del paso en la ermita los clérigos, maniobrando hábilmente, no diesen el cerrojazo definitivo. En este punto y hora la romería ha terminado. En pocos minutos se alzan los campamentos, vuelven a formarse las caravanas, y la ciudad milagrosamente levantada en unas horas al borde de la marisma desaparece como por ensalmo.

En su santuario queda sola y olvidada hasta el año que viene la Virgen del Rocío. Y al compás de las castañuelas, el guitarreo y las coplas vuelven los romeros a Triana la Roja, toda marcada de hoces y martillos. (Ahora. Madrid, 11-6-1936).

        

               

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