Rafael Sánchez Mazas (1894-1966)
Al leer o releer a Sánchez Mazas se puede llegar a tener la sensación de que no llegó a desarrollar todas sus capacidades literarias -entre otras cuestiones- por una producción periodística excesivamente dispersa. Ejerció el periodismo como articulista y cronista. Fue poeta, narrador y ensayista. Sus primeras colaboraciones periodísticas aparecieron en El Sol y el ABC de Madrid. Fue corresponsal para El Pueblo Vasco en Marruecos (1921) y corresponsal en Roma para ABC (1922-1929). Allí fue testigo del ascenso fascista, que marcará su evolución política e ideológica. El Renacimiento y la cultura italiana son referentes habituales en su obra. Con El Sol colaboró desde 1931 a 1933, escribiendo sobre temas políticos y religiosos. Igualmente colabora en Ahora, Informaciones, Cruz y Raya, Acción Española, F.E., Arriba y Haz. Sus escritos políticos tuvieron cierta importancia en la configuración de la retórica falangista. Incluso se le atribuye haber creado el grito/consigna que simboliza toda una época: ¡Arriba España! Como articulista su prosa es culta y popular a la vez. Utiliza el párrafo largo pero con una elaboración minuciosa con cierto barroquismo más temático que estilístico.
Mazas tiene todos los elementos que poseen sus compañeros de generación para hacer un buen periodismo literario: amplia formación cultural, inteligencia y agudeza. Su dominio absoluto de la retórica lo puso -periodísticamente hablando- al servicio de sus planteamientos ideológicos. Para disfrutar de su periodismo literario tenemos que alejarnos del pasado -asunto que no sucede en los otros géneros que Sánchez Mazas cultiva- para no quedarnos atrapados en el presente histórico que reflejan sus artículos. Por cierto, si no han leído su novela Rosa Krüger no se la pierdan.

En este artículo que hemos seleccionado luce el mejor Sánchez Mazas al tratar de ocultar los motivos reales de las intenciones argumentales del artículo. Su lirismo y el paisaje luchan con fuerza frente al mensaje final, pero este acaba llegando: “¿cuál es, cuál debe ser el olor de las primaveras de España?”. La respuesta se encuentra en cierto himno que cantó muchas veces nuestro autor.

Primavera y crisis
Informaciones. 7 de mayo de 1935

En realidad, ningún tiempo del año mejor para resolver crisis, que ese tiempo de primavera. Se puede decir que los solsticios son los tiempos estables del año, las autoridades constituidas; verano y sol tirano; gobierno y leña para el invierno; la justicia de enero muy rigurosa, en llegando a febrero ya es otra cosa. Los solsticios son tiempos de rigor: el rigor del verano, el rigor del invierno. Primavera y otoño no tienen rigores. Son crisis abiertas, equinocciales. Todas las corrientes entran en juego y se mueven todos los hilos. Primavera y otoño son las “telas de juicio” del año y salen de ahí dos maravillosas tapicerías; una de flores, otra de frutos. La primavera es el tiempo constituyente, inaugural y nuevo, el tiempo de las grandes locuras, que en la historia suele ser a la vez el tiempo de los grandes juicios. Y el otoño es el final de lo constituido. Otra crisis. Hay que pensar en cavar, en podar, en sembrar la semilla nueva. En realidad el mundo, el universo con sus grandes ciclos históricos y con sus pequeños ciclos políticos no es otra cosa sino un mito solar. Lo fantástico universal, ese sueño que es el alma del mundo, la historia, se rige por el sol —por ideas solares— y es lo menos malo que puede pasarle porque el sol es bueno y contrario a los disparates y cataclismo en que puede caer la razón humana. No vemos la historia sino como un mito solar: un tiempo es “cuando no se ponía el sol”; otro tiempo “la larga noche de la Edad Media” o “la madrugada del siglo XIII” o, más tarde “el otoño de la Edad Media”; o después “el estío barroco y sus vendimias”, o antes “las primaveras del Renacimiento” “cuando —según el verso de Santillana— pasaba la gentil Lavinia, por los frescos jardines de Florencia”.
La primavera no hace otra cosa sino resolver crisis innumerables, desde las flores del almendro al fondo del corazón de los enamorados. Y hasta cuando se dispara ese tiro en la sien de los enfermos de amor, no es sino una crisis que se resuelve según el viejo adagio de la jurisprudencia latina: “Mors omnia solvit”. (La muerte lo resuelve todo). El tiempo se remueve y renueva. Viene diciendo: “Este es otro cantar”. Y es el de siempre, que de tan sabido parece cada vez que no se ha oído nunca. Olvidadas, de tan sabidas, e inolvidables de tan olvidadas, quieren ser las primaveras. Son la mejor estación para arreglarlo todo. Tienen mucho de parto de los montes, porque vienen en febrero y marzo, con grandes cataclismos y balumbos de viento, con tremendas avalanchas de nieve, con meteoros crueles, pero luego, ¿en qué acaba todo? En un trinar de pajaritos sobre los árboles en flor, en un céfiro suave, en un murmullo de fuentes infantiles, mientras los amantes se besan silenciosamente al fondo del jardín.
Todo acaba con grandes abrazos, y esto es lo que hay a la vez de edificante y de irónico en el curso benévolo de la historia. Los hombres exageran al decir siempre —en todas las épocas—, que el tiempo es vertiginoso y cruel. Al contrario, es lentísimo y piadoso. Es el más manso y sabio de los artífices. Sus locuras son las estrictamente necesarias. Su conducta, un modelo de conducta política. Él es el gran maestro del arte de gobierno. La operación de magia política, por excelencia, consiste en crear primaveras, veranos, otoños e inviernos en el corazón de los hombres, en repetir las mismas fantasías de las cuatro estaciones. Todas las políticas nuevas quieren imitar la primaveral iniciación. La invocan siempre en sus himnos y arengas, con instinto seguro. Todas las políticas conservadoras quieren imitar lo otoñal: prometen abundancia, buena cosecha de vino y aceite, excelentes frutas en compota. Aquel abate de la Costa Azul que inventó las violetas de Niza —las flores de marzo en conserva— fue el más sutil de los políticos conservadores, porque puso en azúcar el olor del amor y de la juventud. Después de todo, el buen Horacio —o el mal Horacio— no enseñaba otra cosa.
Ante la primavera, como ante todas las crisis, podrían decir muchos: “los mismos perros con distintos collares, o los mismos collares con distintos perros”. ¡Qué le vamos a hacer! No podemos salir de esta repetición: la mañana, el mediodía, la noche, las estrellas que cambian para volver las mismas. ¿Qué quiere usted? ¿Quiere un cielo de cosas imprevistas, todo de cometas y bólidos? En cuanto haya una cosa que no se repita, se acabará todo. El apocalipsis no es una opereta para varias representaciones.
* * *
La primavera es un estado naciente, y en él, más que nunca, las afinidades se vuelven más fáciles si se saben catar los vientos, si se tiene olfato, que es el sentido de conocimiento de la primavera. Toda la clave de la primavera está ahí: en que los árboles recobran su olfato. Por el sentido del olor, por el olfato se resuelven las crisis y, a veces, hasta se hacen las revoluciones. El que en política no tenga ese particular olfato, que se quite del medio. Hará la peor política, que es la inodora, incolora e insípida.
La cosa estaría en saber cuál es el olor de España, y se descifrarían todos los misterios. Pero si el olor de una estancia responde a tantas combinaciones aéreas, a tantos matrimonios invisibles, a tantas mixturas imprevistas, ¿qué diremos del olor —y del olor espiritual e histórico— de una nación entera? ¿Cuál es, cuál debe ser el olor de las primaveras de España? He aquí el misterio donde se cifra la solución real —no la aparente— de toda la crisis española.
Agustín de Foxá (1906-1959)

En 1931 se inician sus artículos especialmente dotados de estética, lirismo y cierta mixtura entre géneros. La temática de sus artículos (viajes, historia, divagaciones y pensamientos) se aleja de los cánones rigurosos de la actualidad para conseguir un periodismo literario –perdón por la aparente contradicción- de carácter intemporal.

Foxá ha estado enterrado unos cuantos años -literariamente hablando- como consecuencia del éxito de su novela Madrid de Corte a checa. Lo más interesante de Foxá se encuentra en sus artículos que están siendo recobrados en antologías: “Yo amo el periodismo porque es ligero y efímero como el mes de mayo, porque escribe en hoja que se marchita y se lleva el aire…”. La prosa periodística de Foxá es magnífica. Información, originalidad y literatura. Su estilo es brillante como dice el poeta y filólogo Jaime Siles: “estamos ante una prosa de calidad extrema, heredera de la de Azorín y de la de Ortega, y a la que no es ajena ni la redonda exactitud de Corpus Barga ni los malabarismos verbales de Ramón G. de la Serna —una prosa más modernista— pero no menos moderna que la del 27, en la que suenan los clarines de una lengua de clase, atraída tanto por los motores de futurismo y las vanguardias como por el terciopelo raído de las cortinas y salones de la rancia reacción”. En el artículo seleccionado estamos en Bulgaria. Disfrutenlo es un artículo magnífico.
Filipópolis, ABC. 15 de abril de 1932
Filipópolis es la ciudad de los catorce nombres. Aún ahora tiene tres diferentes: los búlgaros la llaman “Plovdiv”; los turcos, “Filibey”, y los extranjeros, Filipópolis. Es, por tanto, una ciudad de abolengo, en medio de la Tracia histórica; frente a Chicago o Nueva York sería la gran dama arruinada que tiene sobre el arcón de cuero un árbol genealógico, y aún, sin necesidad de cruzar el charco, Filipópolis puede tratar a Sofía con cierta altanería.
Filipópolis tomó su nombre de Filipo, rey de Macedonia, quien el 342 antes de Jesucristo fundó la ciudad sobre las ruinas de la primitiva “Eumolpias” de los tracios, y, sin duda, bajo su cielo riente y su vega clara y florecida, galopó Alejandro adolescente sobre “Bucéfalo”, potro todavía, de patas desproporcionadas.
En la Edad Media, la ciudad fue paso obligado de los cruzados y sobre esta hierba que contemplo se extendieron antaño los escudos de todos los linajes de Europa, llenos de ciervos, águilas y leones, sobre campos de oro o plata.
Como toda ciudad histórica, tiene colinas de origen volcánico y murallas derruidas. Ciudad de sangre azul, posee un río, el Maritza, añil bajo las rocas, que completa la imagen. La he visitado en un día luminoso; fui en un tren de excursionistas, con morral y polainas, que olían a tortilla fría; un tren que atravesaba montañas azules y por cuyas ventanillas se metían las ramas floridas de las acacias. Llegué al mediodía; un azul que hería vibraba por las calles. A la salida de la estación los modestos coches de caballos relucían como carrozas, porque los coches de Filipópolis tienen un charol especial y perfecto, sobre el cual han pintado rosas diminutas y manzanas encendidas, que poseen ese brillo mojado de las calcomanías recién hechas.
Fui a Filipópolis a dar una conferencia a la colonia sefardita sobre Judá Halevi, el gran poeta judío-castellano del siglo XI; la preparación y la recepción en el club israelita me impidieron visitar la ciudad al atardecer. Pude, sin embargo, pasear por el parque en esa hora imprecisa del crepúsculo, todavía con sol en las colinas y ya una luna deshelada entre las nubes que se hacían macizas sobre los árboles; una banda militar tocaba junto al césped regado y ante mí pasaban turcos, búlgaros, armenios y judíos. Pasé la tarde en la casa de un sefardita amigo; fue una “tardada”, como ellos dicen, deliciosa, entre los rosales del jardín.
Enfrente de la casa había una caseta llena de colchones; es la “camareta de los sustos”, la casa baja y maciza, que se habita los días de terremoto. “Es buena para los `territemblos’”, me dice el sefardita en su noble castellano, y yo apunté en mi cuaderno esta palabra maravillosa —`territemblo’—, estremecida y rajada, llena de tierra y de azogue, y se la regalé, días después, a Giménez Caballero cuando pasó por Sofía, para que la volviera a España fresca e intacta.
En el hotel Mollé no puedo dormir; toda la noche zumban como abejorros los autos de Sofía que van al valle de las rosas. Llegarán al amanecer y verán, con sus grandes faros abiertos, las fábricas donde se extrae el aceite de rosas, esa industrialización de las flores que hubiera apagado muchos fuegos románticos en el siglo XIX. Bajo la luna de Filipópolis sueño con Bécquer y la rubia Ofelia, deshojando rosas, entre un ruido de máquinas.
***
En la brisa tibia de las once de la mañana la ciudad es la paleta de un pintor, un ramo de arco iris. Azul el río, el cielo, las rocas de las colinas y el amplio pantalón de las mujeres turcas; anaranjado el sol de las aceras y las cúpulas; verde el parque y el altar con ramas de pino para el oficio ortodoxo; violeta, la sombra de las calles; negro, el bonete en forma de tubo de los popes; rojo, el puesto de cerezas y la faja de los campesinos.
Empiezo a visitar la ciudad. En primer término la mezquita. Un almizar adornado como una banderilla de lujo, recto, luminoso, que sube hacia el cielo; empotrado en la mezquita un café, con turcos auténticos, con fez y pereza, y un líquido espeso lleno de posos, que convierte las tazas en tinteros. Bajo el café, toldos; toldos de colores chillones en torno del templo, que aletean en el viento, como si la mezquita quisiera volar; y puestos de fruta, de flores, bazares modestos (peras, manzanas, pasas, tapices, fresas, brazaletes, cerezas, collares, rosas…). Estampa del Oriente; cuadro al óleo de un pintor romántico, que mancha, como un borrón, ese taxi negro que espera a la sombra de los toldos.
Dentro de la mezquita, la frescura de un surtidor; en un rincón (los pies desnudos sobre el tapiz cuadrado) un turco haciendo oración. De un ventanal cae, con cuentagotas, la luz suficiente para sacar un reflejo débil a unos jarros de bronce.
Por calles toledanas entro en el barrio turco. Las casas están apuntaladas con vigas, rajadas por los terremotos y los siglos. Es una arquitectura loca y fantástica, y su autor debió imaginarla excitado por el café y el tabaco perfumado del narguile. Casas de rincones y celosías, para algodonar de cojines y humo; con miradores tapiados, colgados en el aire y que navegan como barcas sobre la sombra de la calle; altos palacios que tienen humildes casas superpuestas, como dos fotografías sobre una misma placa; cabañas con ventanas pequeñas adheridas a fachadas de príncipes.
Y otra vez la muralla sucia, con hierbas empolvadas; y el barrio armenio, enmarañado de callejas, con viejas al sol, chicos desnudos y trozos de fruta en las aceras.
Y, de pronto, un gran edificio, con una lápida que dice: “En esta casa habitó Lamartine en su viaje a Oriente”. Es una casa alta, que domina la llanura, y desde ella pudo el poeta imaginar a Estambul, la ciudad del romanticismo, de la cual Filipópolis es un presentimiento.
Ahora sólo me quedan por visitar las colinas; desde una de ellas, con hoteles y jardines, contemplo las otras. Allí está la colina que fue volcán artificial durante la guerra, con su cañón antiaéreo contra los aviones; más lejos, la del faro, con su torrero vigilante en la noche. Las colinas de Filipópolis entran en la ciudad como un rebaño; en medio de la calle, entre los cines y los tranvías; sobre un solar cualquiera, se alza una colina llena de árboles y de rocas, como una casa prehistórica, en medio de los hoteles blancos. En Filipópolis vería Perogrullo la primera ciudad edificada en el campo.
Camino de la estación, sol vivo y jardines. Detalle último: pasa un turco bronceado, con su ancha faja roja, el pantalón bombacho y un fez con turbante azul sobre la cabeza. Del brazo derecho le cuelga una cesta de fresas sangrientas, cubiertas contra las moscas con una gasa roja; detrás de él el alminar de la mezquita.
Ciudad
Sofía es una ciudad de Corte militar y dorados uniformes. Montañosa y áspera, es nido de águilas para cuentos de aventuras, de príncipes soñadores con la ilusión de Bizancio abajo, temblorosa de cruces y el tibio mar del que negrean con cornisas de cuervos y cornejas, y en la noche urbana, sobre los faroles de gas, los cuartos encendidos de los hoteles y el ruido del tranvía, cruzan el cielo negro grandes pájaros blancos que graznan sobre las calles como sobre una laguna del Danubio.
Hay ciudades que vencen al campo, cuyos habitantes no conocen los círculos, blanco y rojo, de la luna y el sol; ciudades que no tienen más estrellas que los anuncios luminosos, y en las que hay paraguas, en lugar de árboles o rosales, para recibir la lluvia. Sofía, por el contrario, es una ciudad que se deja vencer por el paisaje. Por encima de sus buhardillas, de sus chimeneas, de sus rojos tejados, no hay ese cielo municipal de la ropa tendida de la ropa tendida, los gatos o la antena de la radio, sino la gracia nevada de las montañas, las grandes rocas brillantes que asaltan al transeúnte en las callejas, en las plazas, a la salida de los teatros y de los cafés.
Sofía es la capital de la mezcla y el anacronismo; he visto pálidos popes, verdaderos Cristos de cabellos nazarenos y mística mirada, pasear burguesamente a sus niños por el sol del parque, y turcos de ancho pantalón y faja roja con rebordes dorados (maravillosas para pistolas de pirata), cubiertos con occidentales sombreros de paja, y sefarditas que usaban el venerable castellano del siglo XV jugando al tenis con soltura de americanos. En Sofía hay una hermosa mezquita, una sinagoga maravillosa y una catedral ortodoxa de redondas y doradas cúpulas donde bucea, como un náufrago, el sol del atardecer.
Las calles de la ciudad resisten grandes nevadas y duro sol, trineos en invierno y mendigos sudorosos en verano. Por ellas pasan los regimientos cantando con voz viril, los viejos taciturnos con su rosario de ámbar, heredado de los turcos, rosario laico cuyas cuentas no sirven para rezar y que es sólo un entretenimiento que descarga los nervios y evita limar, los oficiales de uniforme ruso, los popes emigrados, las gitanas de trajes chillones, las turcas con sus pantalones azules o rosas, los judíos pensativos, los coches tirados por pequeños caballos enjaezados de cuero pintado de azul y metal brillante.
Sofía es también la ciudad de los terremotos. Todos los años las lámparas se convierten en incensarios oscilantes, así que todas las casas comunican con abismos y los más modestos cuartos de hotel tienen la lujosa y cara emoción de las cabinas de los dirigibles y de los “sleeping” silenciosos y vibrantes. Sobre los grifos del baño, las palabras “fría” y “caliente”en ese misterioso alfabeto cirílico que indica el nombre bienaventurado en los círculos de oro de los nimbos.
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