Como ya se comentó en la entrada sobre periodismo literario (7), los estudios sobre el 27 han tardado años en aceptar que los periódicos servían literatura diaria en forma de crónica, de artículo o de columna. Y más todavía porque hasta los ochenta del pasado siglo no se han realizado estudios sobre el grupo de escritores del 27 -la mayoría prosistas- que acabaron en el bando de los triunfadores después de la guerra.
César González Ruano (1903-1965)

Cuando la crítica habla de González Ruano suele lamentar que un talento literario como el suyo se haya despilfarrado en las páginas de los periódicos. Sin duda le dominaba, como a su amigo Montes, un perezoso perfeccionismo que no acabó de cuajar en libro, salvo en sus autobiografías. El asunto carece de importancia, porque el mejor Ruano está en los artículos. Juan Manuel de Prada dice sobre el estilo de Ruano: “La pluma de Ruano, que nunca vuelve atrás para remendar una frase, perfila la realidad, la agiliza con su esgrima sentimental e irónica, la exprime y vampiriza hasta extraerla esa espuma de alborozo, ese temblor de lágrima, esa trepidación gamberra que un periodista menos bendecido por su sagrada arbitrariedad y ensimismado instinto hubiese dejado escapar”. Como periodista, se consideraba un escritor en el periódico y trató todos los géneros, desde el reportaje, la entrevista, la crónica, hasta la columna y siempre con la maestría de gran prosista del 27, junto a Bergamín y otros. En 1929 pasa de La Época al Heraldo de Madrid. Al llegar la República escribe en Informaciones y en ABC a partir de 1932, siendo corresponsal en Roma y en Berlín. En 1931 recibe el Mariano de Cavia. Sus artículos tienen un tono íntimo y confidencial. Escribió sin necesidad de buscar lo novedoso y original: “Mal asunto, quién necesita un buen asunto”.

En este artículo que hemos seleccionado se siente al escogerlo una cierta frustración. La sensación al leer la producción periodística de Ruano —ingente por cierto— es de imposibilidad de escoger para formar parte de una antología. Casi todos sus artículos merecen ser rescatados del olvido: escoger siempre es renunciar. Este artículo tiene, junto a muchos otros, el interés de reflejar los efectos de la llegada de la República entre los vecinos de una casa. El joven Ruano tiene ya el talento completo de su obra posterior. Sus artículos se adornan siempre con un tono íntimo, confidencial que se manifiesta con cualquier hecho sin necesitar lo novedoso ni lo extraño: no necesita buscar lo extraño para encontrar un tema para un artículo. Como todos sus artículos parece escrito de un solo golpe de pluma: en su cabeza estaban previstas las dimensiones y las palabras.
Cuartillas del otro jueves. Nuestro amigo don Ernesto
Heraldo de Madrid. 30 de abril de 1931
Le llamábamos así, don Ernesto, porque, aunque nadie le comprendía, tenía mucha gracia llamarle don Ernesto, y aunque se llamara don José, don Ramón o do Luis tenía cara de llamarse don Ernesto sobre todas las cosas, con la razón indiscutible de los rostros que tienen un nombre exacto con más razón —¡oh, con mucha razón!— que el que le pusieron en la pila.
Yo me lo encontraba, y conmigo los compañeros de tertulia, en los mismos cafés que frecuentábamos de un modo invariable.
Nunca iba solo. Le acompañaba siempre una señora o señorita con lentes. A mí, particularmente, me era muy simpático don Ernesto. Me pareció también que él y su compañera me miraban con cierta simpatía familiar. Como escribo en el café de un modo empedernido y rabioso tengo la sospecha de que don Ernesto creía entonces que yo escribía el drama interminable que no se representa nunca, el tozudo e insufrible drama que se lleva uno a la tumba creyendo que sólo la posteridad podrá aplaudirlo.
No me disgustaba que tuviera esta creencia, francamente. Cuando escribía y no me publicaba ni Dios procuraba mantener el equívoco delante de los camareros diciendo que enviaba mis cosas a América. Ahora no. Ahora incluso me complace la posible confusión de que se me tome por el hombre que no termina nunca su drama. Me va pareciendo menos vil este papel salvaje y solitario que la mansedumbre de escribir para tal y para cual sitio. Si yo tuviera temperamento de héroe habría sido bandido de sierra y romance, y de no atreverme, escritor inédito y frotaesquinas orgulloso.
Bien. Vamos con don Ernesto y el motivo de su actualidad.
Físicamente, don Ernesto es un hombre alto, delgado, tieso, con ojos bizcos y rostro rasurado. Su edad será, aproximadamente, de unos cincuenta y cinco o sesenta años. Desde el primer día comprendí que era un gran republicano, un hombre de esos a quien en la vecindad se le teme y se le admira un poco y del que hasta hace unos días se hablaba diciendo: “Ese señor del segundo es un republicanote”.
Buen “republicanote” tenía que ser don Ernesto. No había duda. Por sus labios finos y severos comprendí también que era un hombre laico, independiente y romántico, capaz de jugarse la vida antes de saludar a una procesión o de ocultar que, a su juicio, “el mal de España son los jesuítas”.
Su edad y el modo de cortarse el pelo, con maquinilla, me decían que don Ernesto era ese hombre que el santo del rey protestaba en la oficina, como el último romántico, de que se hiciera fiesta.
Le supuse una cultura y una formación histórica galdosiana cuando menos. Debía tener en su casa todos los tomos de López-Bago, una traducción de Michelet y algún tostón del magnífico Costa.
Frente a frente nos mirábamos con simpatía. Éramos, sin duda, las dos Repúblicas. Él la vieja República, y yo, la nueva. No por otra cosa, sin duda, que por razones y exigencias de generación.
Un detalle de don Ernesto y, su compañera —que nunca aclaré si era su mujer, su sobrina, su hermana, su hija o su misma madre— era la profusión de revistas que compraba. Algo verdaderamente conmovedor. Compraba aquella pareja absolutamente cuantas revistas salían en Madrid. Y se pasaban la tarde y la mañana de los domingos lee que te lee, en la felicidad de ver los monos. Un día dieron con mi retrato. Lo noté en el acto y me latió fuertemente el corazón. ¡Cómo me miraron, Dios mío! Ya se había roto mi incógnito. Vino la racha, en la que sigo, de necesitar publicar continuamente, y la racha, más atenuada, de retratarme de frente, de canto y de espaldas doce o quince veces al mes.
Este descubrimiento de mi incógnito me apenó sinceramente. Cuando en el café me los encontraba con las revistas donde yo escribía me entraba una especie de vergüenza y ponía cara de Pepito Arriola, procurando hablar con modestia, con humildad, no fuera don Ernesto a creerse que yo pensaba de buena fe que mis interviús eran el camino de la gloria. Un día, casi en su cara, para que él lo oyera, dije a un amigo lo más alto que pude:
— ¡A mí lo que me interesa es la filosofía y las ciencias políticas y sociales!
* * *
Vino en buena hora la República, y —como algo había de traerme a mí también— me trajo la revelación de la personalidad de don Ernesto. Ha sido ahora, entre los últimos nombramientos. Me tiré una revista a la cara y ¡zas!, don Ernesto.
Don Ernesto que, naturalmente, no se llamaba don Ernesto. Bien pensado no podía fallar. La República ha sido una vez más justa, ha tenido un acierto más en acordarse de este magnífico republicano.
¿Habrá de sentir don Ernesto —para mí será siempre don Ernesto— la misma vergonzosa contrariedad que sufrí yo cuando nos encontremos de nuevo?
Los dos sabemos ya quiénes somos. Por algo nuestra simpatía fue firme sin saludarnos jamás. Pero yo desde estas columnas, que acaso él no vea, le doy mis plácemes con un poco de melancolía. El encanto está roto. Quizá no vuelva ya por los cafés y yo me decida a escribir en casa… Se me ha ido, con su justo triunfo, un pedacito de juventud.
Eugenio Montes (1897-1982)

Montes se inicia en el vanguardismo poético. Fue muy importante su papel renovador incorporando tendencias vanguardistas en la poesía, en la narrativa y en el ensayo novecentista en “galego”. Eugenio Montes dedica, a partir de 1930, su producción literaria exclusivamente al periodismo, a través de crónicas (corresponsal en Roma y Berlín), artículos y ensayos. La voluntad de estilo y la literaturización de los escritos, su forma de entender la crónica y el artículo marcan toda una época en el periodismo. Muchos trataron de imitar la capacidad literaria del periodismo de Montes, pero no tuvieron en cuenta sus horas diarias de estudio para llegar a su peculiar erudición. Como periodista se inicia en varios diarios gallegos, especialmente El Pueblo Gallego de Vigo, para dedicarse de forma profesional como periodista en El Sol, El Debate y ABC. La revista La Gaceta Literaria, Blanco y Negro —nos referimos a antes de la guerra— junto otras colaboraciones con Acción Española le sitúan en una postura claramente contrarrevolucionaria, monárquica que intenta hacerla más o menos compatible con sus ideales falangistas. Después de la guerra, Arriba, ABC, etc. junto con TVE y RNE se enriquecieron con su prosa y su oratoria.

Asegura Montes que esta crónica la “escribió” por teléfono. Por ella, recibió el Mariano de Cavia. El mejor Montes cronista, lírico, escritor y periodista se manifiesta en estas líneas. El lector va avanzando en el suceso con frases sincopadas. Las claves horarias marcan la expresión narrativa de la crónica, que mantiene un tono elegíaco que acentúa la emotividad. Al ser una crónica (aunque con necesidad informativa directa) tiene los elementos tradicionales de su periodismo: interrogaciones retóricas, exclamaciones y repeticiones, servidas en un lenguaje literario y periodístico. La perfecta simbiosis.

Dollfuss
ABC. 29 de julio de 1934
Seis de la mañana. Pasaportes. Gorras de aduaneros. Unas casitas aldeanas con tejas rojas por las que sale, lento y madrugador, el humo rural del desayuno. Hay gavillas en las eras y muchachos que cantan cerca del andén, en el corralillo del guardavías. Ante un cuadro así tan pacífico, tan de égloga, las revoluciones parecen lo que en realidad son: una locura que nace y muere en los bajos fondos de las ciudades. Una locura o, quizá mejor, un crimen, sin el menor contacto con lo que hay de profundo, de perdurable y aldeano en las patrias.
Seis y media de la mañana. Y corre el tren por la tierra austriaca. Con ojos sucios de carbón, de noche y de sueño, leo los primeros periódicos vieneses. Al frente, ocupando la primera página de todos ellos, esquela de Dollfuss: “Siempre fue nada menos que todo un hombre y a la vez toda una idea. Ahora, tras su martirio, será para nosotros algo más grande aún: será una llama eternamente encendida. Muriendo por su patria, murió por la civilización, por la paz y la dignidad del mundo. Porque Austria es hoy la barricada de Europa contra los bolchevismos.
En nuestra lucha contra los bárbaros del siglo XX nos sigue lo más noble del mundo entero. Somos el espíritu de la tradición europea.
Me van sonando como un martillo estas palabras, mientras el tren rueda monótono por los campos de Austria camino a Viena. Conforme avanza el sol y entra a chorros la luz por las abiertas ventanillas, se va entristeciendo en doloroso contraste el tren. En cada estación suben gentes enlutadas que van al entierro del canciller. Asociaciones de antiguos combatientes, con la ropa negra un poco raída y el pecho cubierto de medallas. Mujercitas de luto con ropas de viuda, quizá Austria enviudó también. Y por eso el país entero afluye a congregarse en torno a un ataúd.
Diez de la mañana. Estamos en Viena. Cuelgan largas banderas negras de todos los balcones. Faroles enlutados. Gentes enlutadas. Tranvías enlutados con crespones en el trole y en los alambres. Vuelan por encima de las calles bandas negras de tejado a tejado. En la plaza Municipal una inmensa muchedumbre se aprieta para ver por última vez un cuerpo que pronto se va a comer la tierra.
Entre el temblor de los hachones y la muda rigidez de cuatro soldados. Dollfuss en un ataúd de negro y oro. Las manos cruzadas como un rezo. Y una expresión beatífica, un olor a cera, a oración y santidad, como debían tener los santos franciscanos. Así, entre cuatro tablas, tiene aire de tabla también, de tabla giotesca iluminada por el oro de las aplicaciones, el oro antiguo y tembloroso de las luces y el oro de una sonrisa inextinguida. Mínimo y dulce fue el canciller en vida. Ahora, en el ataúd, parece grande. Cuando se muere por lo que él murió y como él murió, la muerte no engrandece, que agiganta (…).
En medio de la plaza Municipal hay un gran catafalco. Candelabros de plata. Como colgada del cielo, una enorme banderola negra. Y en medio, tapándose la cabeza para esconder su dolor bajo las alas, el águila imperial de los Habsburgo. Tú infelix Austria. Rodean el féretro los antiguos camaradas de armas. Cazadores del Rey, en donde Dollfuss hizo la guerra. Las representaciones oficiales ocupan todo el ancho espacio de la plaza. Llega una gran delegación de italianos, siguiendo a su embajador. El pueblo se apiña en fila, que va desde el Ayuntamiento al cementerio, a lo largo de dos leguas de silencio y de pena (…)
A las cuatro de la tarde, el cortejo divisa la torre gótica de San Esteban. Sale el Cardenal a esperar el cadáver. Tras el féretro viene el coche del presidente, los coches del Gobierno, y para que todo esto sea conmovedor, en taxis de alquiler, humildemente, la madre del canciller y sus familiares, vestidos con atuendos pobres y modestos de campesinos. En las naves de la Catedral, donde Napoleón oyó un Tedeum, suena con emoción indescriptible el Miserere. Avanza el Cardenal con la cruz alzada. Sigue la larga teoría del sacerdocio. Todas las Abadías del Danubio han enviado a Viena a esas gentes que viven sólo para la meditación y la paz. Y entonces yo he visto lo que no había visto nunca, lo que no sé si volveré a ver jamás. Entonces vi en aquella atmósfera cálida, compungida, católica, cómo corrían las lágrimas por el rostro con cicatrices de un viejo soldado.
Archiduques, diplomáticos. Por el aire pasan tres escuadrillas de aviones. Por las aceras reparten en octavillas un telegrama de pésame del Papa. En las ventanas hay cirios encendidos y gentes arrodilladas. A la hora del crepúsculo, cuando el cielo intima con la tierra, lo bajaron al cementerio de Hiertzing. El pueblo, el pueblo católico de Austria antigua y católica, le siguió hasta el último instante. Murió en olor de multitud, como los héroes. Y murió en olor de humildad, como los santos.
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